Elegancia en tiempos de crisis.
Hay momentos en
la historia donde lo accesorio se convierte en principal. Ese es el caso de lo
que acontece con el análisis de la elegancia en tiempos de crisis. Cuando los bienes
de primera necesidad escasean y los derechos fundamentales son violentados,
parece superfluo pensar en elegancia. Mas esa aseveración no es cierta, y muy
al contrario, la preocupación por la apariencia y el vestido, resulta ser un
camino de salida a situaciones de dificultad. La moda opera entonces como un indiciario test de
supervivencia. Una exposición en
el Fashion Institute of Technology en Nueva York, bajo el título “Elegance in
an age of crisis: Fashions in the 30s”, analiza la relación entre moda y crisis
en esa década de los treinta. Una época que basculó entre el crack de la bolsa
del 1929 y el estallido de la Guerra Mundial en 1939, y que necesitó de dosis
elevadas de creatividad y perfección en la manufactura para cambiarlo todo,
permitiendo que todo fuese igual. Luego de la quiebra del sistema financiero,
no se hacía ostentación de la riqueza, los bailes y fiestas eran en círculos
por invitación. Noailles, Beaumont, Mendl, eran entre otros los anfitriones y
mecenas. En una época en la que a causa del art déco y la máquina de habitar
creada por Le Corbusier para Charles de Beistegui en los Campos Elíseos, impera
la simpleza de líneas, antesala del minimalismo. Incluso la señora Errazuriz
afirmaba que la elegancia era “tirar todo, no exhibir nada”. La moda era también
simple en la silueta, trajes largos pegados al cuerpo cortados al bies para la
noche y hombreras rectas con largo por media pierna para el día, las cinturas marcadas. El
puritanismo burgués no aplaudía los escotes pero si las espaldas que se convirtieron
en atención de los diseños, con remates en polisones, drapeados o joyas. El
máximo exponente de las espaldas desnudas era, el escote halter de Madeleine
Vionnet, que dejaba los hombros al aire, permitiendo a las más elegantes
cubrirse con zorro plateado, chiffón o incluso algodón como proponía Chanel. La inventiva era
ilimitada, y las que no podían comprar nuevas prendas adaptaban las viejas con
tiras de piel, lazos o encaje. Los
accesorios tomaron gran importancia en la década, aparecen los pañuelos de
Hermés, los sombreros de las Callot, los zapatos con pulsera para poder bailar
el foxtrott y la rumba, la bisutería, las gafas de sol y los bolsitos como
sobres. Además impera el maquillaje contrastado, la ropa interior con ligas y
corsé y las medias de seda o nylon. Y en
cuanto a los hombres hay un renacimiento de la sastrería, notoriedad de la ropa
sport y peinados marcados. Los
centros de la moda se expanden. Desde París imperan las líneas alargadas con
drapeados clasicistas de Madeleine Vionnet, Alix Grès, Augustabernard,
Louiseboulanger, Chanel y la surrealista Schiaparelli. Desde Londres sastres como
Frederick Schulte. Desde Nueva York Elizabeth Hawes, Valentina, Jo Copeland y
Adrian. Pero también desde Napoles, Gennaro Rubinacci, impone novedades con
chaquetas ligeras. Y desde Shangai aparece la moda del qipao una prenda entre
pasado y presente. En esa década se
relanza la costura para las señoras, se reinventa la sastrería con las
chaquetas desestructuradas de los napolitanos, y hay un resurgir de los
accesorios. La manufactura excelente no deja de lado la importancia de la
fantasía. Y la notoriedad del sport, junto a la importancia de los viajes y la incorporación de la mujer al mundo laboral
después de la Primera Guerra, propician nuevos campos para la producción, venta
y exhibición de modas y objetos de lujo y gran consumo.
De esa época iniciada y rematada por dos grandes debacles de la historia
contemporánea, podemos extraer la inteligencia de la sociedad que empleó la elegancia
y la moda, como un camino no solamente para el hedonismo, mas también para la
actividad industrial el comercio y la cultura. Román Padín
Otero
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